POR L. M. /
Córdoba
La devoción a la Virgen de los Dolores tiene su origen
en el siglo XVII, hasta que en 1719 se bendice la incomparable imagen de Juan
Prieto venerada por múltiples generaciones
Foto: Archivo
La Virgen de
los Dolores, la Señora de Córdoba o, simplemente, la Virgen, porque en la
Córdoba del siglo XIX, XX y XXI, si no se añaden advocaciones, el pensamiento
se va a la que Mario López llamó «Dolorosa del pálido quebranto». Es Nuestra
Señora de los Dolores, una imagen con una honda devoción que a los muchos que
se postran a sus plantas les parece eterna, pero que, como siempre, tiene un
origen muy concreto en el tiempo. Su historia es larga y cuesta resumirla. Todo
lo que sucede cristaliza en la imagen y en el paso que los lectores de ABC
Córdoba podrán tener, gracias al patrocinio del Cabildo de la Catedral,
reproducido en casa desde el próximo domingo, 12 de enero, pieza a pieza a
medida que se acerque la Semana Santa, y con ella la presencia de la imagen en
las calles.
Irradiación devota
En las
últimas décadas del siglo XVII se difunde la advocación de los Siete Dolores de
la Virgen, que llega a Córdoba hacia 1672 y que comienza a irradiar desde el
Oratorio de San Felipe Neri por aquellos mismos años, en torno a una imagen que
podría ser la actual Dolorosa del Señor de la Caridad, según los
investigadores. Poco después está el punto original de la actual cofradía,
cuando el sacerdote lucentino Juan Salvador Amo Romero solicita permiso para
erigir una congregación de la Venerable Orden Tercera Servita en el hospital de
pobres incurables de San Jacinto. El general de los servitas da permiso el 15
de abril de 1699 pero el promotor se traslada de Córdoba y tiene que esperar
hasta su regreso en 1707. El beato Francisco de Posadas le encarga ser capellán
y director del hospital y allí nace la Congregación de Nuestra Señora de los
Dolores en 1708.
Las fechas
históricas se van sucediendo una detrás de otra, trascendentales para la
religiosidad popular de la ciudad. Como se sabe que Dios escribe derecho con
renglones torcidos, nada tiene una línea recta. En 1717 llega a San Jacinto una
hermandad que quiere propagar el rosario con la Virgen de los Dolores. Es una
hermandad pujante y viva, y se marchará en 1728 al cercano hospital de los
Desamparados, luego de los Dolores Chicos.
Antes, sin
embargo, habrá aportado algo trascendental, tan importante como que sin que
ello sucediese todo habría sido distinto. Es la Virgen, encargada al escultor
Juan Prieto y bendecida en el año 1719. La belleza de la imagen, entroncada en
la finura de la estética del siglo XVIII, sería fundamental para ganarse la
devoción del pueblo de Córdoba. No fue Juan Prieto un escultor que pasase a las
primeras líneas de los manuales de historia del arte, pero sí supo labrar una
imagen de incuestionable belleza, con todas las señas de identidad de su tiempo
y una policromía tan hermosa como inseparable de la forma de ser de la Virgen
de los Dolores. Las restauraciones no han alterado en absoluto su imagen
originaria.
El obispo
Siuri construye poco después la iglesia y lo que viene más tarde es parte de la
historia inmutable, de las cosas que no cambian cuando se habla de la Virgen de
los Dolores.
Desde 1731
hasta ahora pocas cosas se han alterado en la plaza de Capuchinos, allí donde
fue creciendo la devoción más honda de la ciudad. El crecimiento del amor a la
Virgen de los Dolores empezó entonces, cuando todas las familias de nobleza
titulada se vincularon a la corporación.
Ellos se
encargaron de difundirla, pero no habría sido posible sin que el pueblo, todas
las clases sociales, la tomaran como propia y acudieran también a rezarle,
invitados por la insistencia con que su nombre circuló por Córdoba. Del nombre
y de la estampa, difundida primero en grabados y más tarde en fotografías.
Como hoy
En el siglo XVIII
y después, en el XIX, se consolida la devoción, y el lector encontrará que no
hay demasiadas diferencias con lo que sucede hoy, porque ya entonces se
celebraba el septenario, con una función por cada uno de los dolores, y sobre
todo la celebración del último viernes de Cuaresma, el que en Córdoba se sigue
conociendo como Viernes de Dolores. En ese día, que no es ni besamanos ni se
baja la Virgen del camarín en que está casi todo el año, se empezó a visitarla
y a venerarla con más intensidad.
La Virgen
salía entonces el Domingo de Ramos, pero uniría su estampa al Viernes Santo en
la segunda mitad del siglo XIX. Para entonces se organizaba la procesión
oficial del Santo Entierro, vigente hasta bien entrado el siglo XX, y la Señora
de Córdoba iba tras el paso del Sepulcro, a modo de Soledad, con su estampa de
eterna enlutada y ya como una devoción grande de Córdoba. Lo que sigue es
historia. La advocación creció y la Virgen de los Dolores llegó a ser la imagen
más querida de la Semana Santa y uno de los pilares fundamentales del
cristianismo en Córdoba.
Para el
recuerdo quedó la coronación canónica el 9 de mayo de 1965. Era de la época en
la que estos actos tenían un carácter verdaderamente excepcional, y tenían que
tener la aprobación de un Papa. Fue Pablo VI quien firmó el decreto de aquella
histórica jornada, en la explanada de lo que después sería el hotel Meliá, la
confirmación de lo que el pueblo ya tenía como suyo desde hacía mucho tiempo
antes. Y entre grandes fechas, las de siempre: de Viernes Santo por las calles
a Viernes de Dolores en su templo, sin faltar nunca el pueblo a los pies de la
Señora de Córdoba.
A
cuentagotas llegaron las innovaciones: el besamanos de cada cinco años y
ocasiones extraordinarias una de ellas, porque la Virgen de los Dolores es tan
del pueblo sencillo de Córdoba que de vez en cuando tiene que bajar para estar
con los más suyos y escuchar aún más de cerca.
Fuente: Diario ABC - Edición Córdoba - Fecha 07/01/2014)