viernes, 12 de enero de 2018

Festividad de San Antonio María Pucci

Hoy celebramos la festividad de San Antonio María Pucci. Incluimos una breve biografía de este Santo Servita.

Antonio María Pucci nació en la aldea de Pogiole, de la diócesis de Pistoya, en 1819. Hijo
de familia numerosa y de padres muy virtuosos, en su adolescencia se distinguió por su piedad y
dedicación al estudio. A la edad de dieciocho años, movido por su especial devoción a la santísima
Virgen, ingresó en la Orden de los Siervos de María. Hizo el noviciado en Florencia y, terminado
éste, estudió con asiduidad filosofía y teología en Monte Senario durante seis años.

Al año siguiente de la profesión solemne y la ordenación sacerdotal, fue enviado a Viareggio
como coadjutor de la parroquia de san Andrés, y al cabo de tres años fue nombrado párroco de esta
parroquia, ministerio que desempeñó con toda fidelidad durante cuarenta y cinco años, hasta su
muerte, dando ejemplo de una vida santa y llena de actividad pastoral, entregado totalmente a Dios
y al pueblo que le había sido confiado. No obstante la intensidad de su apostolado, nunca desatendió
el estudio, y así, obtuvo el grado de maestro en sagrada teología.

Durante varios años fue prior del convento de Viareggio y prior de la provincia toscana,
cargos que ejerció con admirable prudencia y acierto, a pesar de las adversas circunstancias: el
poder político y las leyes de la época eran hostiles a las órdenes religiosas y a los institutos de vida
común. En el desempeño de los cargos de prior conventual y provincial, recordando las palabras de
san Agustín. Prefirió ser amado a ser temido por los frailes, feliz de servir con la caridad más que de
dominar con el poder.

Se distinguió por la humildad, el riguroso dominio de la lengua, el trato habitual y familiar
con Dios, el amor a la pobreza. Se hizo todo para todos, a fin de ganar a todos para Cristo; buen
pastor conocía personalmente a sus ovejas, las amaba como un padre y no dejaba nunca de
ayudarlas con la predicación de la palabra de Dios y la luz de sus buenos consejos. Ayudaba
siempre a los necesitados, ofreciéndoles incluso sus vestiduras; con razón fue llamado “padre de los
pobres”. Como fiel ministro del sacramento de la penitencia, dedicaba cada día muchas horas al
bien de las almas. Sus ocupaciones cotidianas eran trabajar por la conversión de los pecadores,
consolar a los afligidos, perdonar las ofensas recibidas, extinguir los odios y enemistades, devolver
la paz a las familias, asistir solícita y paternalmente a los enfermos y moribundos. La máxima
prueba de caridad hacia el prójimo la dio con ocasión de una epidemia de cólera: durante dos años
apenas se concedió descanso alguno y, sin velar por su salud, se consagró día y noche al cuidado de
los afligidos y enfermos. El Señor le concedió varios carismas, principalmente el don de escrutar los
corazones y el don de curación; algunas veces fue arrebatado en éxtasis y experimentó el fenómeno
de las levitaciones.

Fundó en su parroquia y dirigió con notable prudencia un grupo de Hermanas Siervas de
María, cuya finalidad era la educación cristiana de las jóvenes. Para fomentar la vida cristiana
instituyó numerosas asociaciones para niños y jóvenes, para hombres y mujeres; promovió las
conferencias de san Vicente de Paúl, recientemente introducidas en Italia desde Francia, e
incrementó el apostolado a favor de las misiones.

Fue el primero que proyectó y llevó a cabo una “casa” en la costa marina para alojamiento y
atención de los niños de endeble salud. En la realización de toda su obra pastoral fue sostenido y
animado por su amor al santísimo Sacramento y a la Virgen de los Dolores, a quien consagró
solemnemente su parroquia.

Finalmente, habiéndose privado de su manto en lo más crudo del invierno para cubrir a un
pobre, fue víctima de una pulmonía. Pocos días después, el 12 de enero de 1892, confortado con los
santos sacramentos, moría en olor de santidad con el duelo general de la ciudad, aun de los mismos
enemigos de la Iglesia, que lamentaban la pérdida del “padre común”. Al iniciarse el Concilio
Vaticano II, en 1962, fue canonizado por el papa Juan XXIII. El cuerpo de san Antonio María Pucci
es venerado en la basílica de san Andrés de la ciudad de Viareggio, Italia.