Día 26/02/2014
Foto: Detalle de los restos de la basilica visigoda de San Vicente en la Mezquita-Catedral (V. Merino)
Sólo desde la soberbia o la indocumentación se puede alegar que la Iglesia no es propietaria de la Catedral.
Ante distintos artículos publicados poniendo en
tela de juicio, injustificadamente, la titularidad de la Iglesia
Católica sobre bienes inmuebles inscritos a nombre de la misma en el
Registro de la Propiedad (entre ellos, la Santa Iglesia Catedral de
Córdoba) conviene precisar lo siguiente, desde un punto de vista
histórico-jurídico.
El día 29 de junio de 1236, festividad de San
Pedro y San Pablo, con pleno consentimiento y por mandato del Rey
Fernando III, se procedió a la dedicación de la que había sido Mezquita
—y antes basílica visigoda— siguiendo las normas marcadas por el
pontifical romano. Presidió la ceremonia el obispo de Osma, don Juan
Domínguez, que representaba al arzobispo de Toledo Los ritos empezaron
por la llamada actualmente Puerta del Perdón, procediéndose
posteriormente a la invocación de la Santísima Trinidad (antífona
«Adesto Deus»). Bendijo l obispo de Osma el agua mezclada con sal
esparciéndola perimetralmente por toda aquella mezquita. Una vez en el
interior del templo, se procedió a la toma de posesión del inmueble,
trazando con el báculo, sobre una faja de ceniza extendida sobre el
pavimento en forma de cruz diagonal, las letras del alfabeto griego y
latino, hecho posesorio a título de propiedad del que da fe la Primera
Crónica General: «Restoraronla desta guisa, et restolarla es tantom como combralla a seruiçio de Dios» «Restolar», como afirma Nieto Cumplido en su libro La Catedral de Córdoba,
significa restaurar o restituir. Y «combrar» equivale a comprar o
recobrar, para ser más exactos. Así quedó convertida en iglesia la
anterior mezquita. Vemos, pues, que existe toma de posesión del templo
por la Iglesia.
Más detalle de ello se puede contrastar en «De
rebus Hispaniae, de don Rodrigo Jiménez de Rada» y en la «Primera
Crónica General de España», y de la propia Iglesia Diocesana cordobesa,
de la que existen testimonios gráficos y escritos en la Santa Iglesia
Catedral.
A mayor abundamiento y como prueba
incontrastable, los cordobeses siempre han reconocido, expresa y
tácitamente, la titularidad de la Iglesia Católica sobre el
extraordinario templo. Afirmar lo contrario rayaría en la meridiana
ignorancia, en la manifiesta indocumentación, en el pecado capital de la
soberbia contumaz, o en el resentimiento injustificado.
Jurídicamente, la Iglesia Católica viene
poseyendo dicho inmueble en concepto de dueña, pública, pacífica e
ininterrumpidamente y, ni que decir tiene, que de «buena fe», pues la
misma tiene honesta conciencia y creencia de que legalmente le pertenece
en propiedad. Todo ello justifica ya de por sí un título legítimo de
adquisición: la prescripción ordinaria (arts. 1.940, 1.941, 1.949,
1.950, 1.952, 1.957, 1.959 y concordantes). Incluso aquéllos que
incomprensiblemente pretenden cuestionar la buena fe en la posesión del
templo, olvidan que jurídicamente es aplicable también la prescripción
extraordinaria (artículo 1.959 del Código Civil). Conviene repasar
algunos preceptos de dicho cuerpo legal y a la innumerable
jurisprudencia.
El hecho de que la Iglesia Católica haya
inscrito sus bienes merece una crítica jurídicamente favorable. A este
respecto, conviene recordar que en la legislación anterior, quedaban
exceptuados de inscripción, entre otros, «los templos destinados al
culto católico», lo que se interpretó por determinados autores que los
bienes inmuebles de la Iglesia no podían o no debían ser inscritos;
tendencia esta superada, porque una cosa es quedar exceptuados de
inscripción y otra cosa que no se pudieran inscribir.
Pues bien, la Iglesia Católica ha inmatriculado
inmuebles pertenecientes a la misma al amparo del artículo 206 de la
Ley Hipotecaria porque tiene derecho a ello, lo que no quiere decir que
antes de tal inscripción no fuera propietaria, como es el caso: lo único
que ocurre es que con la inscripción se publica su titularidad frente a
todos, dados los fortísimos efectos que produce la práctica de la
inscripción en el Registro de la Propiedad. Quien niegue, contradiga, se
oponga o cuestione esa titularidad debe probarlo.
Hoy por hoy, el artículo 206 de la Ley
Hipotecaria permite que la Iglesia inmatricule sus bienes mediante
certificación eclesiástica en los términos que se derivan de dicho
artículo. Inmatricular en términos simples es la primera vez que una
finca accede al Registro, sin conexión o antecedente alguno derivados de
otra finca que preexista tabularmente (por ejemplo, una finca
resultante de una segregación o de una agrupación). Dicho precepto tiene
rango de ley, sin que haya recaído sentencia del Tribunal
Constitucional declarando expresamente su inconstitucionalidad que, por
otra parte, y dicho sea de paso, no puede ser declarada, ni siquiera
planteada, por el registrador. Mientras tanto, el precepto está ahí. Eso
no quiere decir que, en el supuesto de que el día de mañana se
declarara la inconstitucionalidad sobrevenida de dicho artículo, no
pueda la Iglesia Católica acudir a otros medios justificativos de su
legítima titularidad sobre los inmuebles de los que se dice propietaria.
Aquellos que con acidez y contumacia critican a
la Iglesia Católica por haber inscrito la Catedral —según ellos
indebidamente— o alegando que la Mezquita es de todos al ser Patrimonio
de la Humanidad y que no debe estar registrada, en consecuencia, a
nombre de aquélla (inscripción que es cosa a la que tiene perfecto
derecho, como cualquier otro interesado), lo que tienen que hacer, en
vez de escribir desde la ausencia de argumentos jurídicos, desde la
indocumentación o —lo que sería más grave e injustificable— desde el
resentimiento, es interponer, simple y llanamente, la correspondiente
demanda en defensa de sus pretensiones. ¿Cuáles son esos derechos, que
no lo especifican los que tanto alegan que la Catedral de Córdoba es
Patrimonio de la Humanidad? Deben probar cumplida y sobradamente que la
Iglesia no es la titular del bien, que no mantiene adecuadamente el
edificio, que no presta el servicio debido, que no invierte en su
mantenimiento, que no cumple el fin cultural y social exigido por la
legislación vigente. Y no a la inversa, pues es la Iglesia la que está
revestida de los derechos derivados del principio de legitimación
registral, aparte de los que dimanan de su titularidad como legítima
propietaria, incluso fuera del ámbito del Registro. Cualquier oposición o
perturbación que se produzca en el ejercicio del derecho legítimo de la
Iglesia Católica sobre sus bienes, podría dar lugar a la oportuna
acción por parte de de la misma.
En conclusión: cualquier legítima aspiración
ideológica es perfectamente defendible, siempre que vaya fundamentada en
la crítica rigurosa, seria, honesta e imparcial basada en un
seguimiento sincero y noble de la verdad. Se pierde la legitimidad y la
fuerza de la razón cuando subyace en cualquier opinión carente del más
mínimo rigor, el rencor más latente, el resentimiento más palpable o la
pérdida de la objetividad mínimamente necesaria para abordar cualquier
cuestión, cualidades que no adornan precisamente algunos artículos
vertidos en contra de la Iglesia Católica. Mal camino el de elegir la
vía del conflicto público como norma de conducta en vez de buscar la vía
de colaboración leal y noble como sistema.
Mucho nos tememos que lo pretendido por un
agrio y definido sector social es que la Iglesia quede encerrada y
arrinconada al ámbito de lo estrictamente privado, como «Jonás en el
vientre de la ballena». Olvidan que Cristo murió crucificado porque
predicó precisamente su mensaje de cara a los demás y no encerrándose
entre cuatro paredes.
Ha llegado, pues, la hora de expresarse con
respeto, pero sin miedo alguno. La Iglesia tiene imperfecciones, pues
está formada por personas con sus debilidades y aciertos (no olvidemos
que Cristo eligió como su sucesor a San Pedro, que lo negó tres veces).
Ha llegado el momento de hablar y no de permanecer callado. He aquí el
motivo de este artículo. La verdad nos hará libres.
Fuente: Diario ABC - Edición Córdoba - Fecha 26-02-2014